TRAICIONES QUE QUEDAN EN LA HISTORIA
Icardi, te perdonamos
La historia está escrita con historias, lo cual no significa, claro está, que todas las historias formen parte de la historia.
Por Luis Castillo*
Esto que escribí al comienzo no pretende ser ningún juego de palabras sino apenas recordar ―tantas veces se ha repetido que la realidad y la ficción no suelen estar muy distanciadas― que el arte, que no es otra cosa que una manera particular de decir algo (aunque en ese decir esté no pocas veces oculto algún silencio) precisa de determinados elementos para poder expresarse. La más explícita de las artes sin dudas es la literatura y en las narraciones ―no importa si llevan la forma de poema, de cuento o de canción― hay componentes que no pueden faltar. Uno de ellos, y bajo diferentes formas, es la traición. ¿Puede acaso haber historias en la que falte el condimento de la traición y su brazo ejecutor, el traidor? O la traidora, claro.
No es preciso definir este término ya que, de uno u otro modo, todos tenemos una clara visión de lo que significa. Del dolor que produce y de lo dificultoso ―o debería decir imposible― de su olvido. Ya lo refería poéticamente Borges en Everness: Solo una cosa no hay/ es el olvido. Ahora bien, no es lo mismo no olvidar que recordar y, no solo eso, sino que muchas veces se remarca tanto la figura del traidor que parecería casi apologético al punto tal de que pueda llegar a confundirse con la falsa imagen de virtuosismo que suele dar la fama. Ser famoso no significa ser virtuoso como ser anónimo no implica ser nadie. Aunque esto esté cada vez mas confuso ya que hoy en día por un “like” en las redes hacemos o haríamos cosas inimaginables.
¿Por qué resulta entonces tan sencillo recordar a los traidores si no debe haber mayor castigo que el olvido? Dante Alighieri en su reconocida obra La Divina Comedia nos hace conocer el infierno y en una especie de enumeración de lo despreciable coloca en lo más alto (o lo más bajo, según se vea) a los traidores. El noveno círculo del infierno, el que encierra a los humanos más abyectos, está reservado a los traidores. Sin embargo, de los doce apóstoles el más recordado o el menos olvidado es Judas Iscariote, el traidor. Traidor que, sin embargo, es la pieza clave en la historia no solo de su amigo y maestro Jesús sino de la religión católica toda ya que, si no lo hubiera traicionado, Jesús no hubiera sufrido por nosotros, muerto por nosotros y resucitado por nosotros. En definitiva, la base de sustentación de la religión católica ―la resurrección y la vida eterna― debió valerse del abominable acto de un traidor para llevarse adelante. Aunque este después se haya colgado presa del arrepentimiento, lo hecho, hecho está.
Si los espartanos no hubieran sido traicionados por Efialtes de Tesala, ―quien en la película que lo hizo conocido (300) es presentado como un deforme y resentido jorobado en clara alusión a que la belleza no podría asociarse a la traición― el nombre de Leónidas nada significaría para la historia y la batalla de las Termópilas sería solo un nombre más entre los nombres de batallas.
La imagen de Julio César, el más grande conquistador de la historia romana viendo entre los senadores que lo traicionaron (acción nada fuera de lo común en los cenáculos del poder) a quien él consideraba un hijo con la espada goteando sangre y su agónica frase: “También tú, Brutus”, hace valer nada el coraje, los sueños de grandeza y la conquista del mundo. Lo que no pudieron hacer sus enemigos en el campo de batalla lo hicieron aquellos en los que cometió el error de confiar y en su propio terruño.
La civilización más grande de este lado del océano, la azteca, fue destruida merced a la traición que precedió y acompañó al genocidio de Hernán Cortés de la mano de la Malinche, que pasó de ser esclava ―fue obsequiada como tributo junto a otras 18 mujeres por los indígenas de Tabasco tras la batalla de Centla― a concubina, traductora y colaboradora fundamental dado su conocimiento de la cultura local que permitió al español, con escasos hombres, destruir un imperio.
Está claro que para ser traidor no es necesario ser resentido ni deforme, sino, pensemos en Napoleón Bonaparte, quien no dudó en quedarse con España después de que se le abrieron las puertas para combatir a los portugueses y ― ¡Ay, los enigmáticos juegos de la historia! ― al poner prisionero al genuflexo Fernando VII agitaba, sin pretenderlo, claro, la llama independentista en América del sur.
Nuestra historia local también se conformó no solo sobre la base de actos heroicos sino además sobre traiciones, pero, como sabemos, toda moneda tiene dos caras y las historias al menos dos versiones o dos miradas, la de los vencedores y la de los vencidos. Macacha Güemes, por ejemplo, para nosotros heroína, para los españoles una vulgar traidora o el mismísimo Justo José de Urquiza, primer presidente constitucional y muerto por sus antiguos seguidores por traidor.
Y podríamos seguir la enumeración siglo por siglo, país por país, año por año, barrio por barrio. Casa por casa. Todos conocemos alguna historia de traición. Todos (excepto quizás usted, claro) alguna vez hemos cometido un acto de traición del cual ―o de los cuales― no solo no estamos arrepentidos sino incluso hasta orgullosos. Sí, porque, aunque parezca mentira, hasta solemos vanagloriarnos al relatar determinados actos de traición ocultos bajo eufemismos tan canallas como el acto mismo.
Pero, en definitiva, no se trata de juzgar y mucho menos condenar los actos privados que, por más infames que sean hasta están protegidos por la constitución (el articulo 19˚, ¿se acuerda?) sino en cuanto a estos involucren una comunidad o una nación, es decir, la traición política la cual, al decir de Nicolas Macchiavello, es el único acto de los hombres que no se justifica. Y agregaba: “los celos, la avidez, la crueldad, la envidia, el despotismo son explicables y hasta pueden ser perdonados, según las circunstancias; los traidores, en cambio, son los únicos seres que merecen siempre las torturas del infierno político, sin nada que pueda excusarlos”.
Ante tamaña realidad, qué podemos criticar de un humilde jugador de fútbol que, de yapa, generó un verbo: icardear.
*Escritor, médico y Concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”