POR LUIS CASTILLO
La biblia, el calefón y después

Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé, decía Discépolo. Él lo sabía, yo lo sé, usted lo sabe pero, ¿haremos algo al respecto?
Por Luis Castillo* Numerosas narraciones históricas y antropológicas dan cuenta de ciertas prácticas que, vistas y analizadas hoy, provocan ciertamente náuseas y horror pero que, sin embargo, de uno u otro modo parecen continuar tan vigentes como antaño. Muchas tribus de diferentes partes del globo, tras las batallas, devoraban el corazón de los guerreros caídos o bien tomaban ciertas partes del cuerpo del occiso como un amuleto que le transmitiría coraje, fuerza, etc. En la próspera Roma, cuando era dueña del mundo occidental, la turba se arrojaba a la arena a embeberse con la sangre de los gladiadores muertos en una búsqueda similar a la de los “salvajes” de otras tierras. Pero eso es historia, dirá usted, hemos avanzado. Nos civilizamos. ¿Será tanto así? El 18 de abril de 1955, a causa de un aneurisma abdominal moría Albert Einstein. Su fama de genio recorría el mundo y su muerte era una verdadera pérdida para una ciencia ávida de descubrimientos. Pero, ¿dónde estaba oculta esa genialidad? esto, que bien podría ser una pregunta retórica, fue lo que llevó a Thomas Harvey, patólogo de guardia del Hospital Princeton, a robarse –literalmente- el cerebro del insigne fallecido a fin de que pudiera estudiarse adecuadamente y dar respuesta a esa pregunta. Cuando se supo de este procedimiento, el Hospital despidió al curioso médico quien, como en aquella imagen de infancia en que tras una discusión se ofendía al dueño de la pelota y este se marchaba dejando a todos con el partido inconcluso, Harvey se marchó del Hospital con el cerebro del genio bajo el brazo en un frasco de vidrio con formol. Convivió con el cerebro 40 años y lo que aportó a la ciencia y al conocimiento la disección de este órgano fue absolutamente nada. No es de descartar que, en cierto modo, Harvey pudiera haber estado influenciado por Cesare Lombroso, destacado médico y antropólogo, considerado el padre de la criminología y que, pese a que planteó sus teorías en 1876 muchos de sus postulados se debaten todavía en el campo del derecho. Absolutamente influenciado por las teorías evolucionistas, afirmaba que los criminales eran “el eslabón perdido”, un ser que estaba en un punto intermedio entre el simio y el hombre, por lo tanto, era posible determinar si alguien era delincuente analizando sus características corporales ya que, según su enfoque, el criminal presenta rasgos de inferioridad orgánica y psíquica que resultan evidentes a los ojos. El equivalente a lo que hoy denominaríamos portación de rostro. Naturalmente, su “Clasificación de delincuentes” incitaba al prejuicio y en las soluciones planteadas –aunque implícitamente- propugnaba por la “eliminación definitiva” del criminal. Esta, como tantas otras teorías englobadas en lo que se denomina “reduccionismo biológico” intentan explicar fenómenos sociales o del comportamiento humano mediante justificaciones anatómicas; sirva como ejemplo la descripción del “Cromosoma Y asesino”, el disparatado “descubrimiento” del gen de la homosexualidad y otros de similares características que nos llevan a reflexionar acerca de que, mientras la desigualdad humana esté presente, siempre habrá alguien que trate de justificarla utilizando a la ciencia como pretexto. A pesar de que hubo quienes, a principio del siglo XIX ya desestimaron por completo las teorías de Lombroso, podemos observar que hay quienes aún siguen —sin saber su génesis teórica siquiera— defendiendo como ciertas algunas conclusiones tales como que el criminal siempre será un criminal —el criminal es nato, decía Lombroso—, que no hay nada que pueda hacerse al respecto y, que además, es posible identificarlo a través de su apariencia física. Sino recordemos el asalto al Capitolio en Estados Unidos hace un par de semanas por grupos supremacistas para quienes todos aquellos que no tienen piel blanca son inferiores y potencialmente peligrosos. Curiosamente, en los últimos años de su carrera, Lombroso afirmó que los factores biológicos no podían explicar por completo el origen de la criminalidad, destacando entonces la importancia de tomar en consideración los factores económicos, sociales, educativos, y culturales para determinar las causas del comportamiento criminal. Pero quizás, muchos de sus seguidores, a esta parte no la leyeron. En las antípodas de este pensamiento, M. Foucault escribió: “No hay, pues una naturaleza criminal sino unos juegos de fuerza que según la clase a que pertenecen los individuos, los conducirán al poder o la prisión”, sin embargo y por motivos totalmente diferentes, puede hallarse una coincidencia entre estas dos miradas: ambos descreen de la función resocializadora de la prisión; por un lado, Lombroso no da crédito a la alfabetización y asegura que la criminalidad no se ve influida por la existencia o no de educación en las prisiones ya que las causas que llevan al delincuente a su crimen no son modificables principalmente porque están dentro de él, son parte de él; Foucault, por su parte, descree de esta función porque el éxito de la prisión está en el eterno fracaso de su función alegada, que es la posibilidad de resocializar a quien ha caído en el crimen. Lo que no encontraron Harvey ni Lombroso en sus disecciones anatómicas fue precisamente aquello que nos hace ser humanos, el amor, el odio, la violencia, la pasión, los sueños. Aun hoy hay quienes tratan de explicar las emociones solo mediante fórmulas químicas y ocultarnos la tristeza con un antifaz químico, dejándonos más solos aun, más aislados, más convencidos de que el éxito o el fracaso es una decisión personal y un mérito indiscutible. Que la violencia es patrimonio de los criminales. Que estamos nosotros y están ellos. Que la política no es la solución sino el problema. Que lo importante es salvarse uno o una, no importa cómo, pero salvarse. Pensaba todo esto mientras releía una frase del Papa Francisco: “Hoy, en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos, será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión.” ¿Usted qué cree? *Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos
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