LA MISERIA Y LA CONDICIÓN HUMANA
Mis pies y tus zapatos

Reírnos ante pequeños traspiés de los demás no solo es inevitable, sino que quizá sea hasta saludable. Eso, claro, nada tiene que ver con reírnos de algún tipo de desgracia ajena.
Por Luis Castillo*
Hace algún tiempo, en este mismo medio, publiqué una crónica titulada Schadenfreude o El regreso de los zombis. Allí trataba de esclarecer, en cierto modo, la significación de este concepto en estos términos: “Esta palabra designa el sentimiento de alegría o satisfacción generado por el sufrimiento, infelicidad o humillación de otro. Sí, tal cual, acertó, esa risa espasmódica que le provoca ver en la pantalla de su celular a un niño recibiendo un feroz pelotazo en la cara por parte del padre, la novia que se rompe una pierna en su baile de bodas, el borracho que se cae en una zanja, las dos adolescentes que se agarran a trompadas a la salida de la escuela; eso es el Schadenfreude. Trate de recordar si no, cuánto demora en reenviar ese video que acaba de recibir en donde se muestra un accidente desde los ángulos más macabros posibles. Hasta no hace mucho tiempo, al ver un incendio, corríamos a tratar de auxiliar con un balde de agua o una frazada al menos, hoy corremos hacia el siniestro con la sola herramienta del celular encendido en modo cámara. Schadenfreude.”
No sé por qué -tampoco sé por qué debería saberlo- me pareció importante volver sobre este particular concepto y explayarme un poco como una invitación a reflexionar juntos acerca de su vigencia.
Quizá sea bueno empezar analizando el origen de este término: schadenfreude, de origen alemán, naturalmente, y compuesto por dos palabras, schaden que significa algo así como “desgracia” o “daño” y freude “alegría”. Un aparente oxímoron que, conceptualmente, podemos definir como la risa o la alegría que nos produce la desgracia. Ajena, claro.
Como ya se mencionaron algunos ejemplos no vale la pena aclarar que existen diferentes grados de schadenfreude ya que no es lo mismo reírse ante la salida brusca del líquido al abrir un espumante que, ante una situación similar, que alguien se reviente un ojo de un corchazo. Pero lo que no cambia, en definitiva, es que la desgracia ajena puede cambiar nuestro humor y eso, ya de por sí, puede ser temerario. Ahora bien, nadie nos juzgará mal ni la sociedad nos condenará por reír ante la caída o el tropezón de alguien en la calle, pero ¿qué pasa cuando sentimos que eso malo que le está pasando a alguien se lo merece? ¿Cuándo secreta o abiertamente deseamos que a alguien le vaya mal? ¿Que tenga una desgracia esa persona o alguien a quien a esa persona le interese para regocijarnos con su malestar o su infortunio? Escribo esto y es inevitable pensar en esos canallas grafitis de “Viva el cáncer”. O los nada inocentes memes vistiendo con traje de presidiarios (que además ya no se usan) a ciertos políticos sobre los que se ha juzgado su culpabilidad en un hecho de corrupción y los condena a través de la difamación. Anónima, claro.
Es interesante como pensadores de la talla de Nietzsche hablaban ya de la schadenfreude definiéndola como “la venganza del impotente”.
Obviamente que un fenómeno social como este ha sido analizado y se ha tratado de dilucidar qué nos pasa como sociedad cuando no solamente toleramos este tipo de actitudes, sino que, no pocas veces, además de festejarlo y difundirlo, lo promocionamos. Ya no se trata solo de ser miserable sino de estar orgulloso de serlo. Una sociedad con tales características es, sin dudas, una sociedad enferma. Enferma de odio y de resentimiento. Una sociedad ávida e insaciable que provoca estallidos cotidianos de indignación, acoso y agresividad verbal erigiéndose cada uno en fiscal de la moral y verdaderos inquisidores modernos armados nada mas -y nada menos- que con un teléfono celular desde donde su capacidad de daño en condición de jueces no conoce de límites ni fronteras.
Algunos psicólogos expertos en la materia sostienen que la constante exaltación y exhibición de lo positivo en ciertas redes sociales, como Instagram, podría estar generando sentimientos de inferioridad y envidia inéditos que solo encuentran alivio al ver cómo esas mismas personas caen en desgracia o simplemente sufren la vergüenza pública de verse retratados “sin filtros”. Como recordándoles su condición de humanos y no de semidioses, sitial al que los han elevado nuestra propia percepción de sentirnos poco o nada frente a esos dioses y diosas. Dioses y diosas que nos recuerdan día a día, tweet a tweet, like a like, que no somos nada y que ellos son todo. Y que por lo tanto se merecen que a ellos y a ellas también le pasen cosas. Como a uno. Y es que ya lo decía Cervantes a través de la voz del Quijote: "Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabias”.
Lo opuesto del schadenfreude no es otra cosa que la empatía. Eso de lo que tanto se habla y poco se ejercita. Empatizar no es otra cosa que ponerse en el lugar del otro. En su corazón y en sus zapatos. En su malestar o en su tristeza. Entender lo que le sucede al otro.
Curiosamente, esa grata sensación de disfrutar del sufrimiento ajeno no conlleva necesariamente ningún beneficio personal ni social. El hecho de que alguien disfrute de ver cómo cae Messi lastimado ante una patada rival no hará que yo mejore mi performance deportiva ni mi exultación al ver a Mc Gregor recibiendo una feroz paliza me hará un mejor peleador. No. Ese goce perverso tiene que ver con otra cosa. Que no está en el otro sino en mí. Y ese es el problema.
Por si sirve de consuelo, esta sensación es casi innata -o no tan casi- ya que se describió hasta en niños de 2 años. Un interesante experimento que llevó a cabo Susan Fiske en la Universidad de Princeton puede que nos ayude a entender este mecanismo un poco mejor. O al menos a justificarlo. Mediante una serie de pruebas descubrió que muchas de las personas estudiadas esbozaban una micro sonrisa cuando observaba la desgracia ajena, aun cuando quisiesen ocultar su regocijo. Pero, y aquí viene lo interesante, se activaba una región del cerebro conocida como el Estriado Ventral, ubicada en un área de circuitos cerebrales ancestrales que codifican el placer. “Es decir, que, en muchos casos, el sufrimiento ajeno, produce un placer visceral, directo, no racionalizado ni mediado por las palabras” afirma. En el mismo experimento, observó también que sentimos placer cuando el que fracasa cumple a la vez dos condiciones: primero, es competente, y segundo, no transmite calidez. Al menos no a nosotros en forma personal. El neurocientista argentino Mariano Sigman lo ejemplifica de este modo:” Si una persona es cálida y poco competente, por ejemplo, un anciano, solemos sentir compasión. Si es cálida y muy competente, por ejemplo, una gran profesora, se siente orgullo y admiración. Si no es cálida y tampoco competente, por ejemplo, un yonkie, suele sentirse pena y rechazo. Y cuando una persona es competente y no transmite calidez, por ejemplo, un gran jugador del equipo rival, se siente envidia. Y estas personas son los blancos principales del Schadenfreude.”
En una interesante enumeración de situaciones que suelen provocarnos Schadenfreude el economista Manuel Conthe menciona “La satisfacción (íntima) del partido político de la oposición cuando un país inicia una crisis económica, en la medida en que la crisis acrecienta sus posibilidades de victoria electoral. Corresponde al viejo dicho revolucionario de "cuanto peor, mejor", atribuido a Lenin. Aunque en ocasiones esa satisfacción se hace visible, el buen político debe saber esconderla y componer un gesto adusto, aunque en el fondo esté contento: una crisis económica grave afectará también a muchos de sus potenciales electores y éstos podrían sentirse resentidos frente a quien se alegró de sus desgracias”. Suena conocido, ¿no?
El periodista español Luis Chacon escribe una irónica columna: “Y yo, que siempre había pensado que nuestro pecado nacional es la envidia, visto el panorama actual ya no sé si es que nos hemos germanizado o es que nos volvemos peores en los momentos de crisis. Porque fue leer lo del schadenfreude y entender algunas opiniones que hasta ese momento consideraba meros exabruptos. Últimamente, sobre todo si fijo la mirada en la política, los titulares de prensa o las redes sociales, nada funciona bien. Y, es más, se desea que empeore. No sé muy bien porqué y para qué. Se lanzan mensajes de advertencia del tipo «y esto no es nada para lo que nos espera». Me parece profundamente estúpido. Lo inteligente sería proponer soluciones, no disfrutar de la desgracia y menos esperar que aumente.”
Es verdad, eso sería lo inteligente, pero no es menos cierto que es más fácil encontrar personas frustradas y envidiosas que inteligentes tenaces. Pero no debemos confundirnos, schadenfreude y envidia no son sinónimos. No son lo mismo. Como lo aclara en un estupendo trabajo de investigación Cecilia Restrepo-Neyra: “Envidia y Schadenfreude son emociones negativas. La envidia promueve la comparación social y el deseo de tener lo que otro tiene y Schadenfreude implica el procesamiento de recompensas desde el placer por la desgracia de quien es envidiado”.
Por último, quería mencionar un término que apareció no hace mucho y se conoce como Envidia y Schadenfreude partisana, en alusión a aquellos civiles que pelearon durante la guerra; de hecho, otra posible expresión para referirse a la schadenfreude partisana podría ser schadenfreude partidaria. Como concepto, sería el disfrute de las desgracias sufridas por los miembros del partido político de signo contrario al de la persona que lo experimenta. Es decir, es la satisfacción que una persona siente cuando un miembro político o seguidor del partido rival se ve envuelto en una desgracia o en una humillación.
Una especie de acción miserable pero más organizada, en donde el placer no está tanto en la gloria propia como en el fracaso ajeno.
Placer vano. Placer canalla. Silencioso e íntimo placer del mediocre que no conoce del mérito ni del esfuerzo personal. Pobres de una pobreza de la cual no hay salida si no es a través de modificar visiones y miradas. Y zapatos. Esos que aprietan donde solo el otro sabe que aprietan. No podremos nunca sentir lo que siente el otro, pero sí hacer el esfuerzo de entenderlo. Acompañarlo y, hasta cierto punto, ser ese otro. Difícil, sí, pero vale la pena.
*Escritor, médico y Concejal por Gualeguaychú Entre Todos