VIVIMOS EN LA INDIFERENCIA
Verás que todo es mentira

Muchas veces –la mayoría de las veces- las noticias se centran en los hechos y dejan de lado el contexto. Es que, como sabemos, lamentablemente lo urgente siempre está por encima de lo importante.
Por Luis Castillo*
Había nacido en Friburgo, una ciudad de ensueño entre las montañas suizas y cuya catedral, de estilo gótico, se alza sobre la plaza central, la Münsterplatz, exhibiendo una espectacular aguja de 116 metros. En ese paradisíaco lugar descubrió su placer por la fotografía cuando solo tenía 12 años. Estudió, y a mediados de la década de 1960, se mudó a París, donde conoció a una bailarina sueca que le hizo conocer la magia del baile flamenco. En pocos años, se convirtió en uno de los grandes retratistas del rubro, el que por ese entonces deslumbraba al mundo con artistas de la talla de Paco de Lucía o Camarón de la isla. La música gitana conquistaba el mundo y él, Rene Robert, inmortalizaba esa conquista en sus maravillosas fotografías en blanco y negro, técnica de la que había hecho un verdadero arte. Hace unos pocos días, fue encontrado muerto en una calle de París. Según el parte oficial, murió hipotérmico. Murió de frio. En realidad, su causa de muerte fue otra, murió de indiferencia.
El miércoles 19 de enero hacía frío en París, sin embargo, la costumbre del paseo nocturno para disfrutar de las luces de la gran ciudad hizo que el ya anciano fotógrafo saliera a caminar las calles de su barrio, cerca de la plaza de la República, en pleno centro de la capital. Quién sabe en que estaría pensando cuando un tropiezo lo hizo caer y, debido a sus 85 años, le resultó muy difícil levantarse solo y quedó allí, tirado en el piso, esperando que alguno de los numerosos transeúntes que pasean pese a la hora y el frío por esas céntricas calles parisinas, lo ayudara a levantarse. Nadie lo vio. A nadie le importó. Ni siquiera preguntar a ese bulto que estaba tirado en medio de la vereda si le había pasado algo. Si precisaba algo. Ese algo que tal vez ni siquiera hubiera sido una ambulancia, solo ayudarlo a levantarse y llegar a su casa, en donde el calor lo hubiera protegido como no lo hicieron las decenas de personas que pasaron a su lado durante toda la noche apenas esquivándolo para no pisarlo. A las seis de la mañana, alguien llamó a los bomberos. Cuando estos llegaron se encontraron ya con un cadáver congelado. En un barrio atestado de restaurantes, turistas y transeúntes, una persona murió de frío y de abandono.
Elie Weisel recibió el Premio Nobel de la Paz en 1986; durante el holocausto, aun siendo niño, realizó trabajos forzados, pasó hambre y fue sometido a torturas. Su padre murió en el campo de exterminio de Buchenwald debido a desnutrición, frío y disentería. En un discurso que dio en 1999 en el Congreso de los Estados Unidos expresó: “En cierto sentido, ser indiferente al sufrimiento es lo que deshumaniza al ser humano. A fin de cuentas, la indiferencia es más peligrosa que la ira y el odio. A veces, la ira puede ser creativa. Uno escribe un hermoso poema, una magnífica sinfonía. Uno crea algo especial por el bien de la humanidad, porque está enfadado con la injusticia de la que es testigo. Pero la indiferencia nunca es creativa. Incluso el odio, en ocasiones, puede suscitar una respuesta. Lo combates. Lo denuncias. Lo desarmas. La indiferencia no suscita ninguna respuesta. La indiferencia no es una respuesta. La indiferencia no es un comienzo; es el final. Por tanto, la indiferencia es siempre amiga del enemigo, puesto que beneficia al agresor, nunca a su víctima, cuyo dolor se intensifica cuando la persona se siente olvidada. El prisionero político en su celda, los niños hambrientos, los refugiados sin hogar… No responder a su dolor ni aliviar su soledad ofreciéndoles una chispa de esperanza es exiliarlos de la condición humana. Y al negar su humanidad, traicionamos también la nuestra. Por lo tanto, la indiferencia no es solo un pecado. También es un castigo”.
No es de esperar que nadie por estas latitudes se horrorice ni escandalice por la noticia con que empecé esta columna. Tampoco esa es la idea, total ¿a quién le importa la muerte de un desconocido fotógrafo en una calle de París? ¿a quién le importa que aun hoy haya países en donde se recluten niños para mandar a matar y morir en la guerra?, que otros miles mueran de hambre, de diarrea, de sed. ¿A quién le importa que haya una industria del turismo sexual con niños y niñas que solo son infames objetos de satisfacción de perversos cuyo goce, además, está garantizado? ¿a quien le importa que haya personas de toda edad, viejos y niños, sanos y enfermos, viviendo en indignas viviendas precarias o en las calles? ¿Qué los ríos estén cada vez más sucios y la tierra cada vez más estéril, que se consuma con placer la comida basura y que muchos deban comer basura por carecer de comida?
No sé a quién le importa, solo sé que debería importarnos a todos. Como debería importarnos la violencia de género y el respeto hacia la persona diferente. ¿O acaso no somos todos diferentes? Pero ese interés no surgirá de manera espontánea. Mágica. No nos vamos a despertar todos una mañana disfrutando del milagro navideño de pensar en el otro, de interesarnos por el otro. De preocuparnos por el otro. No. La magia no existe y los milagros se lo dejo a su criterio, pero, creo yo -tiene derecho a disentir, naturalmente- la única transformación es a partir de pensar que no es un problema que deba resolver el Estado, los gobierno, las iglesias, las escuelas, sino que nos involucra a todos y cada uno de nosotros, de lo que miramos y lo que dejamos de ver, de lo que consumimos como información y lo transformamos en cultura; una cultura del individualismo, del consumo desmedido y de la urgencia. De la inmediatez. De la generación de una silenciosa violencia simbólica que nos tapa los ojos, nos cubre los oídos y no nos deja ver mas allá de nuestras necesidades y nuestro placer, nuestro microcosmos, nuestra burbuja. ¿No le resulta curioso que, durante la pandemia, en cierta forma, se nos habló de la seguridad de vivir en nuestras burbujas? El aislamiento como mecanismo de supervivencia, vaya paradoja.
“Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, ya que no era comunista” comienza el conocido poema de Martin Niemöller y que quizás sea una verdadera muestra de hacia dónde nos lleva, irremediablemente, la indiferencia. Hacia nuestra propia destrucción. Como personas y como sociedad. La indiferencia como inacción, como desinterés, como pérdida de valores y de prioridades. Como pérdida de la capacidad de conmovernos. De conmovernos ante el dolor, ante la injusticia, ante el sufrimiento.
En definitiva, la indiferencia nos quita la humanidad que nos hace llamarnos seres humanos y nos convierte en objetos descartables, perder nuestra condición de sujetos. Ser cosas. Que se suman, se restan, se multiplican y se dividen, números de estadísticas que no dicen nada, pero justifican acciones e inacciones, generan instituciones multinacionales, ONGs y publicaciones a todo color que solo son números, porcentajes, tablas y proyecciones. 500.000 niños menores de cinco años mueren en el mundo cada año por diarreas e infecciones devenidas de la falta de higiene. Cinco veces la población de Gualeguaychú muere siendo menor de 5 años cada año en este mundo tecnológico e hiperconectado a causa de enfermedades prevenibles y tratables, pero eso, ¿a quién le importa?
En su homilía del 12 de marzo del 2020 decía el Papa Francisco: “Quizás hoy, aquí en Roma, estemos preocupados porque “parece ser que las tiendas están cerradas y yo tengo que ir a comprar; parece ser que no puedo dar mi paseo de todos los día; parece ser que...”. Preocupados por lo nuestro. Y nos olvidamos de los niños hambrientos, nos olvidamos de esa pobre gente que está en las fronteras de los países, buscando la libertad; estos migrantes forzosos que huyen del hambre y de la guerra y encuentran solamente una muralla, una muralla de hierro, una muralla de alambradas, una muralla que no los deja pasar. Sabemos que todo esto existe, pero no llega al corazón, no baja. Vivimos en la indiferencia: la indiferencia es este drama de estar bien informados, pero no sentir la realidad de los demás. Este es el abismo: el abismo de la indiferencia”. Me atrevo a pensar, sabiendo de su argentinidad y pasión por el tango, que mientras pensaba en su homilía y casi sin querer, se le habrá cruzado al sumo pontífice por la cabeza la discepoliana letra de Yira, yira. “Cuando rajés los tamangos/ Buscando este mango/ Que te haga morfar/ La indiferencia del mundo/ Que es sordo y es mudo/ Recién sentirás. / Verás que todo es mentira/ Verás que nada es amor/ Que al mundo nada le importa/ Yira, yira…
*Escritor, médico y concejal por Gualeguaychú Entre Todos